A veces no hay palabras ni citas que puedan resumir lo que paso aquel día. A veces el día, simplemente... termina.

lunes, 7 de enero de 2013

La impostura de lo inanimado (I)

 
"Otras cosas nos cambian, pero empezamos y terminamos con la familia"
-Anthony Brandt-



La luz le hizo parpadear y le devolvió, con su tono amarillento, a ese momento inmediato. Alguien había pulsado el interruptor y la luz invadió la escalera del edificio y, por extensión, el rellano donde se encontraba clavado frente a la puerta de su casa. No sabía cuanto tiempo llevaba allí de pie sujetando la llave introducida en la cerradura sin girarla. Ni siquiera había sido consciente de que había estado a oscuras. Sentía las piernas entumecidas, la mano helada y la cabeza aturdida. Había estado todo el día, desde la llamada de Marina, preparándose psicológicamente para este momento, no obstante seguía presa del miedo y este había congelado su movimiento de muñeca impidiéndole girar la llave. El poco arrojo que había logrado reunir a lo largo de todas esas horas se había esfumado sin dejar rastro.
Dos adversarios desconocidos: el silencio y la soledad, le esperaban tras ese tablero de madera con chapita dorada que anunciaba: Familia Gironella-Grasset.
Nunca había estado solo. Nunca había vivido solo en sus 38 años de vida. La vida siempre había rodeado su existencia en los hogares que había habitado. Sus hermanos revoltosos, su madre cantante frustrada y su padre fábrica de onomatopeyas, risotadas y ronquidos fueron dulce sinfonía para él hasta que cruzó el portal paterno para compartir metros cuadrados con Marina.
Marina ocupó su cotidianidad con sonidos nuevos. Como una manta recién estrenada estos le envolvieron y acunaron hasta la llegada de Marcus y su catálogo de sonidos por estrenar. Los monólogos de juegos inventados por Marcus se convirtieron en un dueto con la dulce aparición de Violeta, su niña risueña y coqueta que le cantaba canciones de gallinas y elefantes y le exigía continuos abrazos y besos de mejilla.
Ellos no iban a estar tras la puerta como siempre habían estado. Sus hermosos ruidos no se cobijaban tras esa puerta para recibirle como todas las noches cuando llegaba del trabajo. Era consciente de que la casa estaba vacía, que lo iba estar por mucho tiempo (aún no se atrevía a abordar la posibilidad del ''para siempre'') y esta circunstancia era la que había estado intentando asumir.
''Quim, vas a estar solo y sólo habrá silencio'' era el mantra que se estuvo repitiendo compulsivamente todo el día como un enajenado que le ruega a su dios que no acabe con el mundo.
Todos estos pensamientos se atropellaban y solapaban continuamente en su cabeza. Le era totalmente imposible concentrarse en uno solo, en cada intento el miedo interrumpía con un susurro helado anunciando al silencio y la soledad y esto provocaba que de nuevo se sumergiera en una madeja de recuerdos, angustias y decisiones que se entremezclaban y bullían sin control.
Este bucle había congelado su movimiento giratorio de muñeca. Ese movimiento que nunca había sido transcendental, más allá de saber que le llevaría a los brazos del calor humano que habitaba en su hogar, ahora se le antojaba una empresa titánica.

Crac     crac        crac

Su inconsciente arto de que la lógica no se decidiera tomó las riendas de la situación e inició el movimiento. La llave giró y una leve inclinación de su cuerpo forzó la apertura de la puerta.
La negrura dilató sus pupilas y redujo a la mínima expresión su corazón.
Anduvo a tientas hasta la cocina. No quería ver la desolación del abandono. No quería comprobar que los juguetes ya no se esparcían sobre la alfombra del comedor, ni que los cojines del sofá ya no eran las blandas paredes de un fuerte coronado por mantas y más cojines.
Encendió la luz de la cocina, la mesa blanquísima estaba desierta de platos humeantes, vasos de zumo, y cubiertos de plástico adornados con los dibujos de moda.
El ambiente olía a limpieza aséptica. Nada se cocinaba en los fuegos nada había aromatizado el entorno con dulces olores de riquezas cotidianas.
Se derrumbó sobre una silla y lloró. Descontrolado sollozó, aulló, y se quejó con palabras que no conseguía emitir con nitidez.
El silencio de esa cocina, la oscuridad de esa casa, la soledad de su hogar le había derrotado y ahora no era más que un pelele asustado llorando como un bebe desconsolado.
Jamás se acostumbraría a ese silencio, era atronador y de un absolutismo excepcional... excepto por un impertinente goteo del que no se percató hasta que dejó de gimotear para sumirse en un mutismo de tristeza.





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