-¿Lo tienes todo abierto?
-Si, hay que estar abierto, que entre y salga, que circule, que se airee
-No
¿No?
-No, hay zonas que se deben mantener cálidas, a resguardo, protegidas, entrar en ellas en compañía de sus únicos arquitectos y caminar sobre sus mullidas alfombras, reposar sobre alguno de sus sillones de brillante cretona, contemplar con deleite esas brasas que doran un hierro mil veces forjado, observar su valor en la intensidad de el sepia de sus paredes que marca los tiempos. Que esa privacidad de aires tiernamente temblorosos sólo sea de acceso a sus moradores, que no se escape un átomo de ese universo, que no se pierda una molécula de sus aires.
Hay que impedir ese golpe de viento que levanta indecentemente las cortinas y arrastra con brutalidad hasta el desierto de la amnesia esas pequeñas cosas que, juntas, forman el hermoso lienzo de una vida.
No hay que airear, ni reformar, ni cerrar sus puertas lanzando, su llave sin dientes, al cajón de los objetos que se quieren perder pero que algún sentimiento de ácido remordimiento impide que los arrojemos a los escombros.
No debemos condenarla, por no poder olvidarla, a los vetos: negarle el acceso, renunciar a la visita; mejor sería si no es ya un rincón al que acudir con una sonrisa de dulce morriña, soplar esas brasas hasta que una des sus fugaces chispas prenda en las mantas que envolvieron todas las confidencias y dejar que todo arda hasta los cimientos.